Es el movimiento que marcó toda la pintura del siglo XIX: preocupación por la luz, ya que puede determinar la percepción de la apariencia visual: la realidad no es tangible sino que solo es percepción para la mirada desde condiciones físicas muy variables.
Se caracteriza por el violento contraste de la luz con las zonas de sombra, que eran manchas de color yuxtapuestas y sin gradaciones donde no recurrían a correcciones. La importancia de la luz creaba la perspectiva, característica propia de los impresionistas.
Todo inició con la exposición colectiva de 1874 donde participaban: Claude Monet, Camille Pissarro, Alfred Sisley, Auguste Renior y Edgar Degas. Sus obras iban muy en contra de lo que se veían siempre en las pinturas lo que evidentemente irritó a los críticos en especial a Louis Leroy, que sarcásticamente dijo: “El papel pintado en su estado embrionario está más acabado”. Estos artistas siguiendo sus ideas y su lucha por conseguir naturalismo en el arte colocaron como protagonista de sus obras: la luz y sus efectos cambiantes. Pintaban al aire libre, paisajes, vistas urbanas, bailes populares, vistas fluviales y la necesidad de captar lo inmediato, los efectos de luz y atmosféricos los llevó a usar una técnica de ejecución rápida: pinceladas sueltas y vigorosas, algunas veces cargadas de pasta y otros diluidos en óleo. La gama cromática son más suaves, obviamente luminosas y sombras de color, ya no oscuras, los tonos complementarios y así desaparecen los contrastes de claroscuros, la primacía del dibujo y línea.
Renoir, con Le Moulin de la Galette
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